La música, a grandes rasgos, es una de mis pasiones. A ella he dedicado media vida, y me sigo dedicando con menos intensidad a día de hoy. De toda la amplitud casi infinita de la misma, hay una parte con la que me quedo especialmente: La música coral, ya sea orquestal o a capella.
El coro, en la música a capella, está solo. Es un instrumento colectivo, sí, formado por muchas o pocas personas, según el tipo de agrupación, según el repertorio a interpretar, etc... Pero está absolutamente solo, sin más ayuda que la mutua que se presten las diversas cuerdas durante el transcurso de la actuación, sin más apoyo que respiraciones rápidas pero profundas, y algún que otro silencio dramático al final de un 3/4 cualquiera. Porque está solo sin nada que le cubra son tan importantes los detalles: La articulación del texto, el tempo, las dinámicas, los armónicos que se desprenden del coro de cada vocal... Hasta la última coma es indispensable para que la notación que los cantores posan en sus manos o llevan en sus cabezas tome vida de la forma que concibió el compositor.
Para que todo salga bien, todos y cada uno de los miembros del coro han de remar en la misma dirección, que no es otra que la indicada por la persona que tiene el valor de colocarse al frente de la colectividad de cantores. Para que todo tenga sentido, el director ha de tener muy claras una serie de ideas sobre la música que va a interpretar, puesto que de lo contrario, ni el público quedará convencido por la música (no digamos emocionado, cosa compleja de conseguir aun con un buen director) ni los cantores se hallarán satisfechos. De ser así, más que probablemente la gente dejará de asistir a los conciertos que el coro dé (sólo acudirán los muy devotos y los que mantengan vínculos familiares con los cantores), y los cantores más inquietos, los más deseosos de hacer música, los que están allí por placer estético y nada más, acabarán por bajarse del barco.
El coro, en su soledad, acabará entrando en un círculo vicioso: No será capaz de hacer buena música, por lo que no darán buenos conciertos. Como no dará buenos conciertos, no le irá a ver mucha gente. Y como no lo escuchará mucha gente, difícilmente podrá seducir no ya a buenos cantores (situación que ocurre muy pocas veces en la vida de un coro), sino a personas con más o menos aptitudes, pero con ganas de cantar y sacrificar parte de su tiempo (siempre restado de su vida personal, de su ocio) por ello.
Superar este momento es difícil, y, sobre todo, lleva tiempo. Tiempo de reflexión para definir el proyecto musical y lo que se busca. Tiempo para poder formar a los cantores presentes y futuros en algo tan abstracto y tan colectivo como el canto coral. Y tiempo, sobre todo, para volver a convencer al público. Muy difícil, y, en ocasiones, imposible.
El coro, en la música a capella, está solo. Es un instrumento colectivo, sí, formado por muchas o pocas personas, según el tipo de agrupación, según el repertorio a interpretar, etc... Pero está absolutamente solo, sin más ayuda que la mutua que se presten las diversas cuerdas durante el transcurso de la actuación, sin más apoyo que respiraciones rápidas pero profundas, y algún que otro silencio dramático al final de un 3/4 cualquiera. Porque está solo sin nada que le cubra son tan importantes los detalles: La articulación del texto, el tempo, las dinámicas, los armónicos que se desprenden del coro de cada vocal... Hasta la última coma es indispensable para que la notación que los cantores posan en sus manos o llevan en sus cabezas tome vida de la forma que concibió el compositor.
Para que todo salga bien, todos y cada uno de los miembros del coro han de remar en la misma dirección, que no es otra que la indicada por la persona que tiene el valor de colocarse al frente de la colectividad de cantores. Para que todo tenga sentido, el director ha de tener muy claras una serie de ideas sobre la música que va a interpretar, puesto que de lo contrario, ni el público quedará convencido por la música (no digamos emocionado, cosa compleja de conseguir aun con un buen director) ni los cantores se hallarán satisfechos. De ser así, más que probablemente la gente dejará de asistir a los conciertos que el coro dé (sólo acudirán los muy devotos y los que mantengan vínculos familiares con los cantores), y los cantores más inquietos, los más deseosos de hacer música, los que están allí por placer estético y nada más, acabarán por bajarse del barco.
El coro, en su soledad, acabará entrando en un círculo vicioso: No será capaz de hacer buena música, por lo que no darán buenos conciertos. Como no dará buenos conciertos, no le irá a ver mucha gente. Y como no lo escuchará mucha gente, difícilmente podrá seducir no ya a buenos cantores (situación que ocurre muy pocas veces en la vida de un coro), sino a personas con más o menos aptitudes, pero con ganas de cantar y sacrificar parte de su tiempo (siempre restado de su vida personal, de su ocio) por ello.
Superar este momento es difícil, y, sobre todo, lleva tiempo. Tiempo de reflexión para definir el proyecto musical y lo que se busca. Tiempo para poder formar a los cantores presentes y futuros en algo tan abstracto y tan colectivo como el canto coral. Y tiempo, sobre todo, para volver a convencer al público. Muy difícil, y, en ocasiones, imposible.